Si bien salir a pasear siempre puede ser una actividad enriquecedora y fuente de desconexión, no siempre recibimos la misma satisfacción o alcanzamos la misma calma al volver a casa tras estirar las piernas un rato. Seguramente, un recorrido entre las calles bulliciosas de una ciudad suene menos reparador que uno similar entre campos o bosques. Pero, si la actividad física es la misma, ¿por qué no nos sienta igual? Junto a factores como la calidad del aire, existe un motivo principal por el cual una ruta urbana y una por la naturaleza afectan de forma diferente a nuestro estado de ánimo o incluso a nuestros niveles de energía o bienestar: la contaminación visual.
¿Qué es la contaminación visual?
Esta se refiere a la perturbación visual de un entorno a través de elementos que rompen con la armonía del paisaje o sobresaturan de información al observador. Por ejemplo, una calle hasta arriba de coches, con aceras y mobiliario urbano degradado o incluso ausente, con algún que otro residuo abandonado, fachadas envueltas en cientos de anuncios y escaparates estimulados con luces parpadeantes, sería un buen escenario de contaminación visual. Una imagen presente generalmente en grandes ciudades, como en la mítica Times Square de Nueva York: como podemos comprobar en estos escenarios, son tantos los estímulos que realmente no somos capaces de procesar o quedarnos con ninguno.
Y, aunque quizás el aspecto estético al que atiende este tipo de contaminación pueda parecer un problema superficial, lo cierto es que tiene importantes efectos en la calidad de vida de grandes y pequeños. Son muchas las ocasiones en las que un paisaje con montones de estímulos visuales, colores y velocidades diferentes nos puede generar rechazo, angustia e incluso incomodidad. Así, algunas de las principales consecuencias para las personas que viven en entornos contaminados visualmente son la fatiga por sobreexposición a estímulos, el dolor de cabeza, la irritación de los ojos, la dificultad para concentrarse y la facilidad para distraerse e incluso la generación de estrés o ansiedad. Todos ellos efectos que, a la larga, pueden amplificar sus consecuencias en el caso de los cerebros en desarrollo de los menores.