Las frases que aparecieron talladas en aquellas piedras del río Rin que la sequía dejó al descubierto el pasado mes de agosto sorprendieron al mundo entero. «Si me ves, llora», decían. Las llamadas piedras del hambre, el término que suelen usar los alemanes para referirse a las rocas antiguas que fueron grabadas en otros tiempos en los que el agua escaseaba, lanzaban una seria advertencia: el calor estaba llegando demasiado lejos.
Este año, Europa ha vivido el verano más caluroso desde que se tienen registros (es decir, desde 1850). Los datos los facilita el Servicio de Cambio Climático de Copernicus, que tras filtrar a diario miles de millones de datos sobre las medias climatológicas del planeta, sitúa en los últimos siete años las temperaturas más cálidas. Acompañadas de las continuas olas de calor «extraordinarias», todo viene a demostrar que el calentamiento se está acelerando: de seguir así, en 2035 las temperaturas que hemos vivido ahora serán las de un verano promedio.
Pero el problema de unos termómetros disparados no reside tanto en cómo afrontar ese calor como en la forma en que el calentamiento global pone en peligro el agua, el recurso natural más preciado. Y es que, como ya hemos explicado otras veces, los ciclos que se dan en la Tierra se mantienen en el mismo frágil equilibrio que un castillo de naipes: si ponemos algo de presión sobre alguno de ellos, el resto también cae.
Esto es lo que pasa con la sequía y las altas temperaturas, conectadas de una forma más compleja de lo que puede parecer en un primer vistazo. No se trata solo de que el calor provoque que los ríos se sequen, sino que unas sequías traen otras más graves que realimentan el calor y la ausencia de precipitaciones.