Última hora ambiental

Debemos decidir si queremos relacionarnos con el planeta como depredadores, huéspedes o socios

relacionarnos con el planeta

Vivimos tiempos en los que la naturaleza ya no encuentra más formas de decirnos que, o bien cambiamos nuestra relación con ella, o el futuro no será promisorio. Sequías, inundaciones, extinción de especies, incendios: la lista es larga. Voces como la de Santiago Beruete se alzan para decirnos que es en la naturaleza donde hay que buscar la solución.

Expertos como Santiago Beruete (Pamplona, 1961), antropólogo, filósofo y profesor, saben que es en la misma naturaleza –con sus formas y tiempos– donde residen las claves para evitar el desastre climático. Dos de sus libros se han convertido en un referente sobre “la relación umbilical” que tenemos con el planeta. Se trata de Jardinosofía y de Verdolatría, títulos donde Beruete demuestra lo que aún nos queda por aprender de las plantas: solo adquiriendo una conciencia de comunidad planetaria podremos evitar los desastres naturales que ya son palpables en buena parte de la Tierra.

Última hora ambiental. Mucha gente cuida (y aprecia) las plantas desde un punto de vista estético, siendo ponderadas habitualmente más desde esta perspectiva que por cualquier otra consideración. ¿Qué es lo que no estamos entendiendo de las plantas y los jardines, de sus tiempos y sus esencias?

Santiago Beruete. La permanente tensión entre el afán de imitar la naturaleza y el deseo de someterla a un orden humano inspira el arte del jardín. En la medida en que estos espacios cultivados reflejan nuestra ambivalente relación con la Tierra constituyen también un medio privilegiado para ensayar otra forma de relacionarnos con el planeta. La agroecología, la permacultura, el jardín en movimiento, etcétera, representan los primeros indicios del cambio de mentalidad que necesitamos si queremos salvarnos de nosotros mismos y continuar llamándonos sapiens. Uno acaba amando todo lo que cuida. Por eso mismo, un jardín es, sobre todo, un espacio de cariño y una escuela de ética medioambiental. De ahí también que la solución a la emergencia climática pase porque los terrícolas se vean como cuidadores del jardín planetario.

UHA. En su libro Verdolatría sostiene que la naturaleza “nos enseña a ser humanos”. ¿Por qué en los últimos dos siglos hemos hecho todo para destruirla?

Lo cierto es que el impacto de la actividad humana sobre el clima es palpable desde la revolución agrícola y la aparición de los primeros Estados, una situación que conllevó la deforestación de amplias áreas geográficas para dedicarlas a tierras de cultivo; es decir, hace entre 5.000 y 10.000 años. Desde los albores de la civilización urbana, la huella climática ha ido creciendo lenta y progresivamente, hasta el momento de la Gran Aceleración. El crecimiento exponencial de la población y la industrialización desde mediados del siglo XIX, con el consiguiente consumo de materias primas y recursos, ha corrido parejo a la degradación de la biosfera. Buena prueba de ello es el imparable aumento de los niveles de concentración de carbono en la atmósfera y el correspondiente aumento de las temperaturas.

Se nos plantea una vez más el viejo dilema: adaptarnos o desaparecer, desarrollar una nueva cultura planetaria o afrontar un catastrófico cambio climático antropogénico. Debemos replantear nuestra manera de habitar la Tierra y decidir si queremos relacionarnos con el planeta como depredadores, huéspedes o socios. Solo podremos imaginar un futuro diferente al que parecemos condenados y romper con el bucle melancólico de la explosión demográfica, la degradación del medioambiente, la industrialización desenfrenada y el declive de los valores si nos desprendemos de nuestras ficciones antropocéntricas y asumimos que el ser humano tiene una relación umbilical con la Tierra. No está de más recordar que no hay cultura sin natura. Progreso es un concepto vacío de significación si se profana la Tierra en su nombre. Solo si el sentimiento de comunidad planetaria prevalece sobre las mil y una formas de etnocentrismo, sectarismo y supremacismo, conseguiremos desviar el rumbo suicida de la sociedad tecnocapitalista y revertir los estragos del antropoceno.

UHA. ¿Qué puede aportar la jardinosofía a los jóvenes más conflictivos y con problemas de exclusión social?

A los jóvenes desatendidos emocionalmente o con problemas de integración, cultivar un huerto o un jardín les permite experimentar la gozosa sensación de modelar la realidad y de controlar el futuro. Trabajar la tierra les ayuda también a entender el funcionamiento cíclico de la naturaleza y a adquirir un sentido del lugar que ocupan en la red de la vida. Así es como los niños y los adolescentes interiorizan los principios básicos de la ecología, preparándose para cooperar en la construcción de un futuro sostenible. Dicho con otras palabras, participar en el crecimiento de las plantas del huerto o el jardín contribuye a su propio crecimiento, a su maduración interior.

Me gusta recordar que los que siembran la tierra y los que cultivan el espíritu tienen algo en común: el sudor de su frente no dará frutos hasta pasado un tiempo. Es un hecho que docentes y jardineros trabajan para el futuro. Enseñar se parece a plantar: nunca estás seguro de si fructificará el esfuerzo, si brotará la simiente que esparces, pero esa emoción pone en juego lo mejor del ser humano: esperanza, confianza, paciencia, perseverancia, tenacidad y, por supuesto, humildad. Nada que merezca la pena se consigue en la vida sin esas cualidades.

Un jardín es, sobre todo, un espacio de cariño y una escuela de ética medioambiental

UHA. Por un lado, el discurso público es cada vez más ambientalista, pero a la vez el consumismo salvaje sigue ensombreciendo la realidad. ¿Estamos ante una transición social o simplemente ante una contradicción (entre quienes quieren un modelo social más sostenible y quienes defienden las formas del capitalismo más voraz)?

No estamos haciendo lo suficiente –ni lo suficientemente rápido– para resolver la emergencia climática. Y con toda probabilidad la temperatura aumentará en los próximos años más de los 1,5º C fijados por los Acuerdos de París, y las secuelas ecosociales de nuestra desidia e inconsciencia se dejarán sentir cada vez con más fuerza. Debemos prepararnos para los desastres que están por llegar.

El cambio climático cuestiona nuestras más arraigadas creencias, tales como el dogma del crecimiento indefinido o la fe en el progreso, y hace temblar los cimientos de nuestra civilización tecnocapitalista basada en la lógica del máximo beneficio… Por más que el cambio climático antropogénico sea el acontecimiento más dramático que cabe imaginar, aún no contamos con una narrativa colectiva, convincente y persuasiva, que nos ayude a calmar la ecoansiedad y afrontar la dolorosa conversión de una civilización de los hidrocarburos en otra de la inteligencia ecológica.

Muchas personas se sienten “inmunocomprometidas”, porque han perdido la esperanza en que las cosas puedan cambiar. Pero la única manera de no caer en las trampas que nos tienden el fatalismo y la resignación es comprometerse con una causa real. El conformismo representa la derrota de la imaginación.

 

UHA. Hay sitios en el mundo donde se siembran árboles en medio de arenales, mientras que en otros lugares la deforestación y los medios de producción convierten los vergeles en auténticos arenales. ¿Valoramos lo que tenemos una vez que esté perdido?

 Cuanto más superpobladas están las urbes, mayor es la arbofilia de sus habitantes, cosa que no debería sorprendernos. Numerosos estudios demuestran cómo el arbolado ayuda a reducir la ansiedad social, mejora la convivencia vecinal y disminuye la delincuencia en los barrios. A estos beneficios sumemos el hecho de que los árboles atenúan la contaminación acústica, favorecen la regulación térmica, previenen la erosión del suelo y las inundaciones, y ahorran en el consumo de energía. Según recientes cálculos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se requiere al menos un árbol por cada tres urbanitas y un mínimo de entre 10 y 15 metros cuadrados de zona verde per cápita para mantener los niveles de calidad del aire. Si tenemos en cuenta que las ciudades ocupan el 3 % de la superficie terrestre, pero consumen el 75% de los recursos naturales y generan las tres cuartas partes de las emisiones de dióxido de carbono, su viabilidad depende de que se asilvestren y reverdezcan. Una urbe boscosa ya no es un oxímoron o una utopía poética, sino un horizonte hacia el que encaminarnos. Pasearse por un bosque sin salir de la ciudad parece una opción no solo realista sino deseable. Parece coherente con la evolución de nuestras sociedades tecnocapitalistas y multiétnicas, donde la hibridación sociocultural está a la orden del día y marca la tendencia, que la ciudad se fusione con el campo y, en lugar de ser la jungla de asfalto, se convierta en una “biourbe”.

Progreso es un concepto vacío de significación si se profana la Tierra en su nombre

UHA. ¿Es la hiperdigitalización de la sociedad una oportunidad o una condena?

 Bienvenidos sean todos los proyectos que intentan reescribir las reglas de la didáctica e implicar a los alumnos en su aprendizaje, siempre y cuando no descuiden el compromiso con una formación integral y no pretendan crear usuarios, clientes o, en el peor de los casos, adictos en lugar de ciudadanos críticos. Me invaden las dudas acerca de las aplicaciones educativas del metaverso cuando pienso en el enorme poder de adicción que tendrá semejante tecnología. Y aunque ese próximo hito en tecnología social online nos permitirá, a decir de sus creadores, conectarnos de formas que hoy nos resultan inimaginables, me temo que acelere el proceso de desmaterialización del mundo y la colonización de nuestro imaginario por parte del mercado. Veo con creciente preocupación cómo nos resignamos a una nueva forma de desposesión provocada por la abundancia de estímulos, información y opciones. A cambio de entretenimiento, conexión y variedad nos dejamos robar el tiempo, la atención y los datos. No oculto mi temor de que, aturdidos por el ruido, la celeridad y la abundancia, acabemos resignándonos a transitar por esta vida como sonámbulos. Algo que todos sabemos, pero tendemos a olvidar, es que la tecnología no es un fin, sino un medio para disfrutar de una buena vida.

Sin dejar de lado las nuevas tecnologías de la comunicación, abogo por seguir cultivando y consolidando en las aulas las viejas tecnologías de la comunicación, con siglos de existencia. Me refiero, por supuesto, a la lectura comprensiva, el razonamiento escrito y el debate. A mi entender la única manera de hacer frente a la barbarie de las tecnologías disruptivas es desarrollar una pedagogía bioinspirada, que retome las enseñanzas de hoja perenne de la filosofía y recupere el sentido del asombro y el gozo de aprender. Si queremos que la educación no solo sirva para preparar grandes profesionales, sino también para formar seres humanos equilibrados, responsables y satisfechos con sus vidas, debe ayudar a los alumnos a ser más dueños de sus mentes y libres para elegir.

Texto: Mauricio Hernández