Más que un destino, el ecoturismo es una actitud. Una forma de entender las vacaciones en la que el puro disfrute queda supeditado –o al menos discurre paralelo– a la fuerte conciencia ecológica con que abordamos el viaje. Y, sobre todo, a las decisiones que se derivan de ese eje ambiental en torno al cual todo debe girar. Esto no significa que el turismo sostenible equivalga a sufridas renuncias. O a aburrimiento limitante. Muy al contrario, supone un despertar al «menos es más». Un descubrimiento de la cercanía y los pequeños placeres. Implica darse cuenta de que la experiencia consciente ofrece vías de aprendizaje y gratificación tan inagotables como sorprendentes. Y con niños y niñas, el carácter didáctico del ecoturismo se multiplica. Las familias ocupan el rol del docente durante las vacaciones: los padres y madres aprenden al informarse y al transmitir lo aprendido a los más pequeños. También al observar las reacciones de estos y el compromiso que van adquiriendo mediante el contacto directo con aquello que hemos de preservar: la naturaleza y su belleza, sus secretos, su potencial de aventura.
Una máxima vertebra el ecoturismo. Y no es otra que reducir nuestra huella ecológica. Hace un par de años, un riguroso estudio vino a refrendar lo que muchos ya sospechaban: el impacto contaminante del turismo es bastante más elevado de lo que se creía. Sus actividades generan hasta el 8% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, cuatro veces más de lo que apuntaban las estimaciones anteriores. Pero ¿cómo dejar atrás el turismo de masas y subirnos a su versión más sostenible?