Por numerosas razones, recordaremos el verano de 2020 como un verano especial. En primer lugar, porque hace apenas unas semanas nadie sabía ni siquiera si habría verano. Desde el punto de vista del calendario no había dudas de que la estación cálida se presentaría, fiel a su cita, como todos los años. Pero en cuanto al significado profundo de la época estival, a su habitual papel como oasis reparador tras los fragores de un año de duro trabajo o estudio, pocos se atrevían a planteárselo abiertamente. Teníamos cosas más importantes en las que pensar que en las vacaciones de verano.
Pero cuando ya muchos se habían resignado a pasarse los meses metidos en casa y se conformaban con seguir sanos y sin pasar demasiado calor, las cosas comenzaron a mejorar. Sucesivamente llegaron las fases, la desescalada, el final del estado de alarma, la reapertura de las playas y, con ella, la posibilidad de recuperar el verano. Con restricciones y no pocas reservas, muchos españoles están pudiendo disfrutar de ese periodo vacacional en la costa que ya daban por perdido. Un premio que, como todo lo inesperado, se disfruta con mayor intensidad, permite apreciar en su justa medida el valor de las cosas e invita a reflexionar con pausa y perspectiva acerca de la manera en la que conducimos nuestras vidas.
Unas vidas en las que a menudo nos dejamos llevar por inercias perniciosas. Como las que marcan el ritmo acelerado de la sociedad actual, tan amiga de imprimir trazas de hábito de consumo a casi cualquier comportamiento humano. Y las vacaciones no son una excepción. A partir del 1 de julio, y en oleadas que se repiten cada cambio de quincena, nos convertimos en masa, en parte integrante de esa horda de turistas que, sin darse cuenta, invade el litoral español, arrasando paisajes y recursos naturales, consumiendo, contaminando y alterando el entorno sin miramientos.